jueves, 17 de septiembre de 2009

Introducción a las Venas abiertas de América Latina

INTRODUCCIÓN:
CIENTO VEINTE MILLONES DE
NIÑOS EN EL CENTRO DE LA
TORMENTA

La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar v le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones Este va no es el reino de las maravillas donde la realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el Progreso, «hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización...» Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios. Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los mercados internos dominados. «Se ha oído hablar de concesiones hechas por América Latina al capital extranjero, pero no de concesiones hechas por los Estados Unidos al capital de otros países... Es que nosotros no damos concesiones», advertía, allá por 1913, el presidente norteamericano Woodrow Wilson. Él estaba seguro: «Un país --decía- es poseído y dominado por el capital que en él se haya invertido». Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes de que los peregrinos del Mayflower se establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub -América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación.
Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra (Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las veinte ciudades latinoamericanas más pobladas de la actualidad.)
Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neo-colonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se con vierten en veneno. Potosí, Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago de Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros del poder imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes -dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestias de carga.
La brecha se extiende. Hacía mediados del siglo anterior, el nivel de vida de los países ricos del mundo excedía en un cincuenta por ciento el nivel de los países pobres. El desarrollo desarrolla la desigualdad: Richard Nixon anunció, en abril de 1969, en su discurso ante la OEA, que a fines del siglo veinte el ingreso per capita en Estados Unidos será quince veces más alto que el ingreso en América Latina. La fuerza del conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria desigualdad de las partes que lo forman, y esa desigualdad asume magnitudes cada vez más dramáticas. Los países opresores se hacen cada vez más ricos en términos absolutos, pero mucho más en términos relativos, por el dinamismo de la disparidad creciente. El capitalismo central puede darse el lujo de crear y creer sus propios mitos de opulencia, pero los mitos no se comen, y bien lo saben los países pobres que constituyen el vasto capitalismo periférico. El ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces mayor que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces más intenso. Y los promedios engañan, por los insondables abismos que se abren, al sur del río Bravo, entre los muchos pobres y los pocos ricos de la región. En la cúspide, en efecto, seis millones de latinoamericanos acaparan, según las Naciones Unidas, el mismo ingreso que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la base de la pirámide social. Hay sesenta millones de campesinos cuya fortuna asciende a veinticinco centavos de dólar por día; en el otro extremo los proxenetas de la desdicha se dan el lujo de acumular cinco mil millones de dólares en sus cuentas privadas de Suiza o Estados Unidos, y derrochan en la ostentación y el lujo estéril -ofensa y desafío- y en las inversiones improductivas, que constituyen nada menos que la mitad de la inversión total, los capitales que América Latina podría destinar a la reposición, ampliación y creación de fuentes de producción y de trabajo. Incorporadas desde siempre a la constelación del poder imperialista, nuestras clases dominantes no tienen el menor interés en averiguar si el patriotismo podría resultar más rentable que la traición o si la mendicidad es la única forma posible de la política internacional. Se hipoteca la soberanía porque «no hay otro camino»; las coartadas de la oligarquía confunden interesadamente la impotencia de una clase social con el presunto vatio de destino de cada nación.
Josué de Castro declara: «Yo, que he recibido un premio internacional de la paz, pienso que, infelizmente, no hay otra solución que la violencia para América Latina». Ciento veinte millones de niños se agitan en el centro de esta tormenta. La población de América Latina crece como ninguna otra; en medio siglo se triplicó con creces. Cada minuto muere un niño de enfermedad o de hambre, pero en el año 2000 habrá seiscientos cincuenta millones de latinoamericanos, y la mitad tendrá menos de quince años de edad: una bomba de tiempo. Entre los doscientos ochenta millones de latinoamericanos hay, a fines de 1970, cincuenta millones de desocupados o sub-ocupados y cerca de cien millones de analfabetos; la mitad de los latinoamericanos vive apiñada en viviendas insalubres. Los tres mayores mercados de América Latina -Argentina, Brasil y México- no alcanzan a igualar, sumados, la capacidad de consumo de Francia o de Alemania occidental, aunque la población reunida de nuestros tres grandes excede largamente a la de cualquier país europeo. América Latina produce hoy día, en relación con la población, menos alimentos que antes de la última guerra mundial, y sus exportaciones per capita han disminuido tres veces, a precios constantes, desde la víspera de la crisis de 1929. El sistema es muy racional desde el punto de vista de sus dueños extranjeros y de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido el alma al Diablo a un precio que hubiera avergonzado a Fausto. Pero el sistema es tan irracional para todos los demás que cuanto más se desarrolla más agudiza sus desequilibrios y sus tensiones, sus contradicciones ardientes. Hasta la industrialización, dependiente y tardía, que cómodamente coexiste con el latifun-dio y las estructuras de la desigualdad, contribuye a sembrar la desocupación en vez de ayudar a resolverla; se extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta región que cuenta con inmensas legiones de brazos caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas se instalan en los polos privilegiados de desarrollo -São Paulo, Buenos Aires, la ciudad de México- pero menos mano de obra se necesita cada vez. El sistema no ha previsto esta pequeña molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace el amor con entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la vera del camino, sin trabajo en el campo, donde el latifundio reina con sus gigantescos eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan las máquinas: el sistema vomita hombres. Las misiones norteamericanas esterilizan masivamente mujeres y siembran píldoras, diafragmas, espirales, preservativos y almanaques marcados, pero cosechan niños; porfiadamente, los niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan.
A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta que la Alianza para el Progreso había cumplido siete años de vida y, sin embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez de alimentos en América Latina. Pocos meses antes, en abril, George W. Ball escribía en Life: «Por lo menos durante las próximas décadas, el descontento de las naciones más pobres no significará una amenaza de destrucción del mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha vivido, durante generaciones, dos tercios pobre y un tercio rico. Por injusto que sea, es limitado el poder de los países pobres». Ball había encabezado la delegación de los Estados Unidos a la Primera Conferencia de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había votado contra nueve de los doce principios generales aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las desventajas de los países subdesarrollados en el comercio internacional. Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los dientes apretados. Esta violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus crímenes no se difunden en la crónica roja, sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que la impunidad es todavía posible, porque los pobres no pueden desencadenar la guerra mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes, hace lo posible por suprimir a los comensales. «Combata la pobreza, ¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del humor negro sobre un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los herederos de Malthus sino matar a todos los próximos mendigos antes de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco Mundial que había sido presidente de la Ford y Secretario de Defensa, afirma que la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo para el progreso de América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará prioridad, en sus préstamos, a los países que apliquen planes para el control de la natalidad.
McNamara comprueba con lástima que los cerebros de los pobres piensan un veinticinco por ciento menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya nacieron) hacen zumbar las computadoras y generan complicadísimos trabalenguas sobre las ventajas de no nacer: «Si un país en desarrollo que tiene una renta media per capita de 150 a 200 dólares anuales logra reducir su fertilidad en un 50 por ciento en un período de 25 años, al cabo de 30 años su renta per capita será superior por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años», asegura uno de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la frase de Lyndon Jonson: «Cinco dólares, invertidos contra el crecimiento de la población son más eficaces que cien dólares invertidos en el crecimiento económico». Dwight Eisenhower pronosticó que si los habitantes de la tierra seguían multiplicándose al mismo ritmo no sólo se agudizaría el peligro de la revolución, sino que además se produciría «una degradación del nivel de vida de todos los pueblos, el nuestro inclusive».
Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la explosión de la natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platon y Aristóteles se habían ocupado del tema antes que Malthus y McNamara;
sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal cumple una función bien definida: se propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión. Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a millares de mujeres en la Amazonia, pese a que ésta es la zona habitable más desierta del planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una densidad de población menor que, la de Italia. Los pretextos invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la del Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los años recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y sus praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias.
Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente: «Sería curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene el mal, naciese también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso, el Imperio propone ahora, con más pánico que generosidad, resolver los problemas de América Latina eliminando de antemano a los latinoamericanos. En Washington tienen ya motivos para sospechar que los pueblos pobres no prefieren ser pobres. Pero no se puede querer el fin sin querer los medios: quienes niegan la liberación de América Latina, niegan también nuestro único renacimiento posible, y de paso absuelven a las estructuras en vigencia. Los jóvenes se multiplican, se levantan, escuchan: ¿qué les ofrece la voz del sistema? El sistema habla un lenguaje surrealista: propone evitar los nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan capitales en países donde los capitales sobran pero se desperdician; denomina ayuda a la ortopedia deformante de los empréstitos y al drenaje de riquezas que las inversiones extranjeras provocan; convoca a los latifundistas a realizar la reforma agraria y a la oligarquía a poner en práctica la justicia social. La lucha de clases no existe -se decreta- más que por culpa de los agentes foráneos que la encienden, pero en cambio existen las clases sociales, y a la opresión de unas por otras se la denomina el estilo occidental de vida. Las expediciones criminales de los marines tienen por objeto restablecer el orden y la paz social, y las dictaduras adictas a Washington fundan en las cárceles el estado de derecho y prohíben las huelgas y aniquilan los sindicatos para proteger la libertad de trabajo.
¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de brazos? La pobreza no está escrita en los astros; el subdesarrollo no es el fruto de un oscuro designio de Dios. Corren años de revolución, tiempos de redención. Las clases dominantes ponen las barbas en remojo, y a la vez anuncian el infierno para todos. En cierto modo, la derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden: es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta y el hambre hambrienta. Si el futuro se transforma en una caja de sorpresas, el conservador grita, con toda razón: «Me han traicionado». Y los ideólogos de la impotencia, los esclavos que se miran a sí mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer escuchar sus clamores. El águila de bronce del Maine, derribada el día de la victoria de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas, bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han iniciado por distintas vías y con distintos medios la experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación del crimen.
Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas o traicionadas a lo largo de la torturada historia latinoamericana se asoman en las nuevas experiencias, así como los tiempos presentes habían sido presentidos y engendrados por las
contradicciones del pasado.
La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será. Por eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y a la vez contar cómo funcionan los mecanismos actuales del despojo, aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors. También los héroes derrotados y las revoluciones de nuestros días, las infamias y las esperanzas muertas y resurrectas: los sacrificios fecundos. Cuando Alexander von Humboldt investigó las costumbres de los antiguos habitantes indígenas de las mesetas de Bogotá, supo que los indios llamaban quihica a las víctimas de las ceremonias rituales. Quihica significaba puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo de ciento ochenta y cinco lunas.

lunes, 31 de agosto de 2009

Parcial Domiciliario

Segundo Parcial domiciliario de Antropología Filosófica

Bibliografía Obligatoria


Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres de Jean Jacques Rousseu
Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels

Criterios de Evaluación
• Pertinencia de las resoluciones: debe responderse sólo lo que se pide y todo lo que se pide. Lo excedente no será tenido en cuenta y lo faltante restará los puntos asignados a esa conceptualización. Esto pretende evaluar la compresión de consignas y la capacidad del alumno de ubicar en la bibliografía lo requerido.
• Conceptualización: en un examen teórico de esta índole se busca que el alumno demuestre que ha comprendido los conceptos explicados y/o leídos. Por esto mismo es imprescindible que se encuentren explicitados y desarrollados.
• Relaciones conceptuales: además de lo dicho para la conceptualización se pretende que el alumno sea capaz de relacionar conceptos por similitud, por analogía, por contraposición y por continuidad.
• Elaboración personal: al ser un examen domiciliario, es muy factible que los alumnos utilicen otras fuentes además de la bibliografía obligatoria, lo cual no es vedado. Sin embargo, las consignas requieren comprensión y elaboración personal que es imposible hallar en el material bibliográfico adicional.
• Claridad en la expresión: se supone que la cabal compresión de lo leído conlleva una redacción aceptable. Se recomienda dejar de lado expresiones coloquiales no propias del lenguaje escrito.

Recomendaciones
• Si usan otras fuentes deben citarlas colocando un número al concluir la cita, siempre encomillada. Aún así la bibliografía obligatoria es más que suficiente para resolver las consignas. Por otro lado, la utilización de Internet es proclive a la copia textual, lo que se considerará, de acuerdo a los criterios de evaluación, incorrecto. Si se utiliza la Red, se debe transcribir el URL completo.
• Las respuestas largas no garantizan la inclusión de los conceptos pedidos. Puede encontrarse una resolución que no sea pertinente o que no incluya la totalidad de lo necesario para obtener los puntos asignados a la consigna.
• La entrega, como siempre, es manuscrita. No hay excepciones al respecto.
• El plazo de recepción de evaluaciones expira el 10 de Septiembre.

Consignas

1. Sobre el hombre natural en el Discurso:
a. Explica la necesidad de su inclusión en el texto
b. Aborda la crítica explícita que Rousseau realiza contra Hobbes.
c. Descríbelo en sus aspectos sociales
2. Tanto Rousseau como Marx vivieron en años de mucha agitación en Europa y ambos pensaron posibles orígenes del conflicto social ¿Cuáles fueron esas postulaciones? ¿Cuál es el punto de partida común entre los dos?
3. Rousseau nos habla de dos revoluciones que cambiaron la vida de los hombres y propiciaron la desigualdad, ambas relacionadas con la subsistencia. Explícalas y compara esta concepción de Revolución con la marxista.
4. Explica las tres desigualdades fundamentales que aparecen en el Discurso. ¿Cuál de ellas es la más importante para Marx y por qué?
5. Elabora un cuadro comparativo que dé cuenta de los diversos socialismos de los que Marx y Engels explican en el Manifiesto. Para ello elige puntos de comparación y explicítalos.
6. ¿Cuál es la relación entre el socialismo marxista y la burguesía?
7. Marx y Rousseau son fuertes detractores de la propiedad privada. Detalla ambas argumentaciones.

lunes, 6 de julio de 2009

Atropocentrismo y Burguesía

Como ya hemos visto, los períodos históricos no coinciden, necesariamente, con la historia de las concepciones del y sobre los hombres. En nuestro caso nos referimos al inicio de las concepciones modernas sobre la humanidad, el estado y el mundo.
Es vital para el período de la filosofía la actitud renacentista que denominamos antropocentrismo, una actitud más que un conjunto de ideas que surgió contemporáneamente con las primeras grandes ciudades europeas y la clase social que fue resultado de ellas: la burguesía.
Ubiquémonos, más o menos, en los siglos XV y XVI, cuando, después de un extenso período de economía de subsistencia, el resurgimiento del comercio expande las relaciones entre zonas distantes de Europa y reaviva el contacto con Oriente. Esto trajo aparejado una gran prosperidad para los comerciantes, quienes se enriquecieron y comenzaron a aglutinarse alrededor de los burgos, las ciudades.
Es indudable la relación que existe entre el antropocentrismo humanista y el surgimiento de la burguesía, y esta se realiza mediante el concepto de individuo.
Precisamente, al definir al individuo se referirá a quien tiene el poder y la libertad de establecer contratos, relaciones de intercambio y es poseedor de los derechos y obligaciones que manan de aquellos contratos. Todas estas nociones, tomadas del ámbito económico y del derecho, se conjugan con las clásicas antropocéntricas como el poder y la libertad en el mundo para conformar la concepción de hombre dominante durante toda la Modernidad: el hombre moderno, será el hombre burgués, cuyo eje es el intercambio y la producción de riqueza.
El hombre burgués será el hombre que no sólo tiene el derecho, sino también la obligación, de apoderarse de los recursos suficientes para producir, aquel a quien su razón guía hacia el progreso, pero no de cualquier manera, sino desde la confianza en la ciencia y en el seguimiento de las relaciones económicas.
Éstas son concebidas como naturales, como partes de la misma condición humana y del universo. Posteriormente, la Ley de la Oferta y la Demanda, tomará el lugar de mecanismo esclarecedor de estas relaciones y será el parámetro mediante el cual, el mismo sistema, el Mercado, regulará las relaciones entre las personas, es decir, las relaciones de intercambio.
El individuo, el centro del universo, es el sujeto capaz de desenvolverse en el mundo mediante su razón y con la producción de riqueza como motor de la economía y del progreso.
El hombre burgués concebirá el bien social como la suma de los bienes individuales: la sociedad no debe ser vista como un todo, porque no existe, sino que se concibe como un contrato entre los individuos libres, que se someten a él para que éste vele por sus intereses y los defienda de las amenazas externas y las predaciones internas de sus conciudadanos.
Es notable la existencia de la individualidad como característica fundamental del pensamiento, puesto que atraviesa toda la antropología burguesa: el individuo es libre de la violencia que amenaza sus ganancias y es libre para realizar las acciones del intercambio que garantizará, junto con la razón, el progreso; también es el individuo (y no la sociedad) lo que realmente existe y quien tiene los derechos que surgen de su condición de tal; y, sobre todo, es el lucro personal e individual quien guía a los burgueses en su dominio del mundo y, a fin de cuentas, lo que garantiza la estabilidad de la sociedad y de la economía.
El hombre burgués es individual, corta los lazos con los demás, quienes serán, en palabras de Hobbes, “lobos para el hombre”; los otros pasan a ser un obstáculo para la realización del lucro personal, que, en definitiva, termina siendo el principal motor de la Historia, el elemento constitutivo de la sociedad y la razón de ser de una clase social cada vez más dominante, la burguesía, totalmente dispuesta a expandir este credo antropológico desde los procesos industriales europeos y el imperialismo colonial.

Dinámica de clases

En este blog encontarán las clases de Antroplogía con la frecuencia de nuestras clases habituales, presenciales. Se subirán los teóricos expositivos así como también las actividades prácticas que deberán entregar según se consigne en los respectivos posteos. La lectura de los mismos, así como las actividades que figuren en ellos tendrán caracter obligatorio.
Asimismo, deben iniciar la lectura de la bibliografía correspondiente al parcial domiciliario de este trimestre, cuyas consignas también aparecerán en acá. Les recuerdo que dicha bibliografía es "Manifiesto Comunista" de Karl Marx y Friedrich Engels y el "Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres" de Jean Jacques Rousseau. Ambos libros están digitalizados y me los pueden solicitar enviándome un correo electrónico.
Saludos y buen trabajo.

Marcos.